El ser se mueve en lo indeterminado, se ve sometido al vació, se dirige hacia la nada. Nos encontramos navegando en un ámbito de corte existencialista. Donde el existente y la existencia se conjugan e intentan definirse. También elaboramos el ejercicio del discernimiento entre la pluralidad y la singularidad, que envuelven al ente o que le competen a éste. El existente navega en la existencia, donde el ser se ve arrojado al vació, al cúmulo de posibilidades, encontrándose así con la nada. Éstas posibilidades son parte intrínseca del ser, lo gestan, “le dan el propio ser” a medida que avanza en el factor tiempo. Con esto tenemos que el ser esta obligado a existir, y en este determinismo el ser haya su anunciación a la muerte. Morir es una “realización” para el ser, ya que al encontrar ésta última, localiza su verdadera libertad, apartándose de una vez por todas de la existencia inevitable. Por éstas razones con antelación expuestas, es ilógico pensar en una existencia donde no se encuentre depositado el ser. El ser le da vida a la existencia y en la sensación de vació y angustia radica la soledad que augura la posibilidad. El hombre así encuentra un indicio de su existencia en el antagonismo y en la otreidad tal cual. Por eso el hombre convive con el otro, en un tiempo armónico. El mundo aparta al hombre de sí mismo, la soledad le devuelve al hombre su identidad. En el sumergirse en uno mismo radica el acceso innegable al verdadero ser. Rebasamos de esta manera la materialidad, y tocamos ahora el espíritu con anterioridad vislumbrado.
Roberto Fernando Tarratz Rodríguez
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